Por la baranda del cielo

Por la baranda del cielo

LA MUERTE HACE PRISIONEROS


Saleru


Recuerdo que la noche anterior mi madre me había llevado a verlo como siempre, o más bien, habíamos estado allí para ayudar a mi abuela. El abuelo estaba moribundo y desde mi pequeñez podía verlo. Aquella vez me llamó a su lado. El cuarto era pequeño y oscuro, no había más luz que la que entraba por la puerta entreabierta. Extendió su mano temblorosa y enorme hacia mí, y yo le ofrecí la mía. Olía raro. Aquellas manos suyas eran como mapas de un país fantástico y desconocido, enormes y abrazadoras y abrazando la mía me habló, forzando un tono natural y poco convincente hasta para mi corto entendimiento: “ya estás preparada para tocar donde quieras”. Y yo le creí porque su palabra era ley.

El abuelo había estado enseñándome a tocar la bandurria. Su figura, su persona y su presencia habían sido para mí el non plus, la perfección, el honor, la sabiduría del que contiene una enorme fuerza; el mimo, el cariño y la predilección. Según sabía, él, además de otro de los fugitivos perseguidos de la guerra que acabaron injustamente encerrados en campos de concentración,  había sido un virtuoso de la guitarra, la bandurria y el laúd, entre otras muchas cosas importantes...Y yo sólo era la insignificante, torpe y enfermiza nieta más pequeña; pero me adoraba entre todos los demás. El abuelo pasaba largos ratos confiando, sólo a mí, sus historias y sus tesoros escondidos… su arte, y al dejarme estar junto a él, me hacía sentir el privilegio de una atención que negaba a otros. 

Al día siguiente nos llegó a casa bien temprano la noticia de su muerte. Mi madre gimió por sólo un momento. Se lo había llevado furtiva la noche como a tantos otros moribundos, sin más esperanza que el descanso del dolor y el olvido. Papá la abrazó suave pero sostenido durante largo rato, así como abraza la cálida tarde a la mañana fría. 
La casa de la abuela, sola la noche pasada, estaba ahora llena de gente. Mi madre iba de un lado a otro ajetreada con los preparativos del entierro y un pañuelo que usaba a cada momento. Mi abuela, a su zaga... Parecía un día de fiesta sin sonrisas y sin lágrimas.
La cama que el abuelo ocupaba hacía sólo unas horas estaba desnuda, vacía y sola. Le busqué, quería verlo, pero su enorme y grave existencia de dos metros y tres centímetros, cabeza roja, manos grandes y ojos azules, ya no inundaría nunca más aquella misteriosa casa junto a la muralla árabe de la calle Postrera…

Postrera…Cuando recuerdo ese momento tras tantos años, ya inmersa en el desconcierto del conocimiento y la reflexiva madurez, me parece todo tan premonitorio…

Sólo era una niña y aquellos apenas ocho años no comprendían demasiado bien qué había sido de sus manos abrazadoras y su mirada fría y buena de dolorido gigante azul.
Las lágrimas no manaron y entonces supe que por muy larga y oscura que fuera mi vida, jamás llegarían a hacerlo. Necesitaba verlo de nuevo, pero en mi inocencia creí que la muerte no hacía prisioneros.

En la iglesia mi abuela María no estaba bien.

_ Llevaosla a casa_ dijo mi madre a mi hermana. Las dos buscamos cautelosa y dulcemente las manos de mi pobre abuela y la condujimos fuera del templo, como si de una vasija de cristal agrietado se tratase. La cigüeña nos miraba desde su nido no demasiado alto sin importarle nada más allá de sus idolatrados huevos. 
La abuela no dijo nada y se dejó hacer, estaba ausente.
Al llegar a la puerta de aquella casa llena de recuerdos aún calientes, mi hermana, que era tres años mayor y llevaba las riendas también en aquellos momentos, pidió a la abuela que sacara la llave, pero ella no la llevaba encima… y con un chirriante tono tranquilo y desenfadado, llamó con la mano abierta: _ ¡Luis, abre que ya acabó la misa…!
Mi hermana y yo nos miramos mientras nuestros cerebros paralelos, disparejos y distantes hacían conjeturas en silencio.

Su mente se había estancado, el sufrimiento y el pasado habían inundado su presente. Ahora puedo verlo, entonces apenas vi nada y sólo pude mirarla insistente sin comprender dónde se había quedado su ser… ¿Acaso ella, quien tanto lo había amado, había tomado la decisión de acompañarle en su último viaje dejando entre nosotros tan sólo la cáscara vacía de un cuerpo demente…? 

Me esforcé por hacerla regresar a la realidad, le expliqué lo que había pasado una y otra vez casi al ritmo machacón del reloj de pared que nos miraba como ahorcado quejumbroso. Sus manos eran finas y blancas, y su piel era suave a pesar de los muchos años; su presencia, silenciosa y dulce. Mi hermana esperaba que me cansara de insistir y nos observaba con los brazos cruzados y una pierna adelantada sobre la otra.

 Sabía que era inútil, pero siempre fue fría.

Ella, la abuela María, la hermosa y aristocrática señorita de buena familia, había abandonado su fortuna, su herencia, su familia; vendido sus joyas, soportado las vejaciones y sufrimientos propios de la esposa de un fugitivo perseguido con incansable saña y ahínco durante años por el ejército nacional, y al fin preso… Ella, que lo amaba por encima de sí misma y del resto de la creación, había hilado quién sabe qué oscura tela de araña para comprar la libertar de su esposo al cabo de tantos años de sufrimiento y cautiverio… Fue excepcionalmente liberado años después del final de la guerra, perdida ya la juventud y las fuerzas tras toda una vida robada a mano armada. Ella lo amó toda su vida con ese amor grande, sincero y como luego supe, nunca correspondido.

Tocar la bandurria me inspiraba… Sabía que él me abrazaba con sus enormes manos blancas cuando lo hacía, y que ese cielo del que hablaba el catecismo, tenía, como decía la canción que me cantaba mi madre cuando me ponía enferma, una baranda para que mi abuelo, asomado a ella, pudiera escucharme y juzgarme, igual que lo hiciera desde su cama, ahogado en los estertores de la cirrosis que al fin se lo había llevado.

Al tocar aquellas canciones que él me había enseñado, podía sentir su mirada sobre mis manos inexpertas, y podía notar sus leves ademanes de enojo al equivocarme. ¡Otra vez! 

Adopté sus gestos y los hice míos: su nombre, su pasado trasgresor y tortuoso… Adopté para siempre su muerte como pérdida de una parte de mi vida. Hice mío su dolor con el honor y la honra de su mirada altiva.

Y ese fue el día en que supe que la muerte es buena y justa cuando la muerte sabe acabar con el dolor. Aprendí que la buena muerte es parte de la vida buena; la que no la teme, la que perpetúa de amor el amor bueno o malo de los que, al otro lado quizá impacientes, quizá pacientes, asomados a la baranda de un cielo inventado, nos esperan. 
Cada vez que vuelve a mí su nombre y rememoro la estampa de la abuela María, que sufrió secuestrada en vida por un amor errado, reconozco al fin que la muerte sí sabe hacer prisioneros.