El ciprés...










La luz de la vida volaba bajo,
arrastrando mis recuerdos de niñez,
arrastrando mis ilusiones verdes,
por el suelo de mi alma, por el fango.

Altos cipreses estaban cantando,
sus copas indecisas bailaban al biés,
y dibujaban círculos de humo y miel
en la barriga de un cielo rosado.

Y atardecía la tarde tardía,
 y muy pronto fue la ilusión robada,
 y robada la vida atardecía...

Y ya entonces se veía acabada,
sin aún beber el humo de la vida,
la vida se va cansada y fugada.



Tiempos hubo en los que era un ciprés un ser viviente, un ser hablante, mutante... Hubo tiempos en los que asombrada levantaba la vista sin poder abarcar su copa distante, danzante...    cambiante.

Los hubo en que su sombra era algo a lo que aferrarme, algo nunca inmóvil, que jugaba conmigo a la tanga en el albero, entre las piedras del camino, en mis ilusiones esparcidas que le habían dado identidad de monje que una noche de truenos, entre lluvia y  fango escapara a escondidas de un cuadro zurbaranero.

Ahora mi monje de Zurbarán ya no escapa más de los cuadros, ya no acaricia nubes huidizas. Mi monje ahora es un árbol desproporcionado, que otorga sombra a mi vida siempre deslumbrada... como paño suave y premonitorio, como luz negra que me da la vida y me anuncia la muerte, dándome a escoger con su copa suicida una nube donde subir y marchar sin decir adiós... pasajera de su vaivén, dejándolo todo...



Mi amigo el ciprés es una flecha apuntando al cielo tordo, mi amigo es un ave que vuela sin alas, un reloj que no marca las horas, un señor encapuchado y misterioso que señala eternamente al cielo, y eternamente insiste y señala mis sueños y mis vuelos locos, los conoce y me entiende, le conozco y me ignoro..