Había una vez un pueblo, justo al final de un acantilado; al norte, el frío y el hielo y al sur un mar profundo y sulfurado.
En sus casas, vivían los hombres ricos, y en sus cabañas los campesinos reposaban sus cuerpos esforzados.
Los ricos contaban en sus silos las lentejas, los pobres las sembraban de sol a sol allá en los campos.
Pero un día hubo una tormenta que se llevó las cabañas de los humildes, las lentejas aún sembradas y arrasó todos sus campos; los pobres pidieron comida y los ricos se la negaron.
-Deme señor algunas semillas, para sembrar aquí en los campos, así mañana entregaremos su cosecha y serán ricos mis amos.
-¡No te entrego mis semillas, y siembra tú esos campos; entrega como cada año mi cosecha, que has de llenar la barriga a tu amo!
-No puedo sembrar cosecha, mi señor, porque sin simiente ya no es dado; pero si me presta unas semillas, mañana devolveré yo el doble y en su plazo.
-Si te entrego tres semillas, tres millones quiero en un año; que de limosnas pides vivir y matar de hambre a tu amo...
-No puedo tres millones, señor, porque, aunque con sangre yo las riegue, no darán tanto mis manos.
-Vete pues, pobre espantajo, que no me sirves como antaño, que en mi finca a mí me espera un rico puchero con chorizo, lentejas y ajo.
Y se fue el campesino, arrastrando su hambre tras los altos picos y los bajos lagos, y cansado y muerto de frío, al fin llegó a un pueblo distinto donde cada cual trabajó su campo.
Mas llegó entonces un día, a su puerta el viejo amo -Dame algo que comer que este hambre me espante un rato; que en mi pueblo ya no hay cosecha ni hombres que siembren sus anchos campos.
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