El viento

El prado de Proserpina


Tengo las manos atadas, 
no puedo volar...
lo intento y lo intento
mas no consigo soñar; 
y es que mis alas trabadas
 las anudó el viento,
bandido viejo que borda
 caminos nuevos
 al pasar...

Agnieszka Lorek


Y un velo negro color noche cerrada, dice adiós al día y me envuelve solícito en la penumbra del que ya no pretende nada; de quien ni aún desea levantar sus ojos del suelo...

No sé vivir,
 ya no sé vivir sin la mirada ilusionada de tus pupilas
No sé reinar,
no sé llorar...
 porque olvido que te tengo que olvidar
y perdura en mi pensamiento atascada
 aquella lágrima que de tus ojos raptó el viento
 al pasar.


El vaivén

Por la baranda del cielo...



Si, la vida es u vaivén, 
dulce y amargo corcel
 que al cielo me sube 
de un brinco, y que del cielo
 mismo me que deja caer.

Slava Groshev

Amarga y dulce hiel,
que de luna menguante es la cuna
 o de crecida y redonda, carrusel...

Payaso que no necesita niños es,
 y barca endeble que el viento no ansía,
 que ni remo ni vela precisa
 para los mares del limbo beber.

Mas sí que una risa chica encienda
la vela que en cielo luce
 apagada y fría cada amanecer.

Los ojos verdes del destino

El prado de Proserpina





¿Y qué si hoy hablasen 
las legiones de enmudecidos?
 ¿Si sus voces atronasen ahora
 de los santos hipócritas los oídos?
 ¿Si sus lágrimas inundasen
 nuestros campos de verde trigo,
 y nuestras copas se colmasen
 de dolor cautivo...?

Stefan Gesell

¿Si de repente y sin saber cómo,
 fuesen sus manos hoy
las que condujesen el sino, 
y ahora fuesen sus selladas voluntades
 las que adorase el destino?

¿Qué sucedería si sus igualdades trabadas
 por la soga ciega de la justicia 
se irguiesen sobre reyes, y poderosos, 
y sobre cada piedra del camino...?

¿Sería el mundo por fin un lugar justo?
¿Quizá ya al fin, por hacer justicia
 la injusticia de disolviera...?
 ¿O acaso la ira de la venganza 
viniera airada a ocupar su sitio?

¿Y es que no habrá en el mundo
 una generosa gota de conciencia 
que endulce el recorrido,
  capaz de enjugar los ojos ciegos
 de este errante destino?

Árboles verdes, 
verdes trinos,
esperanza endeble
y camino...


Andalucía

Por la baranda del cielo




Hay un horizonte amarillo y violeta, azul...
 blanco y rojo y...
Hay un horizonte que 
besa el agua allá a lo lejos, 
sobre el mar recién nacido del sur...

Está el horizonte mutando instante a instante sus colores para que no se los roben ni se los copien los iris sorprendidos de los ángeles. Está el horizonte lamiendo el agua de la mañana, bebiendo una a una las olas apaciguadas que se dejan mansas sorber por las luces del amanecer andaluz, cuando regresa justito a la hora del alba...

Las sombras se despejan y los sueños melancólicos del poeta se hicieron versos perfumados de nácar y alma nueva. Y los besos del cielo sobre la boca del agua entreabierta, se hicieron versos blancos que manaron como brotes del recuerdo de la noche negra y del agua clara. 
El agua marina reverbera y se deja...


Noveland Sayson

Blancos y negros se hicieron saltos imposibles
 sobre los aromas del despertar de la flores yermas
 y los negros y los blancos se hicieron ferias...

Andalucía se despierta sobre las piedras y los hombres esforzados, 
sobre las mujeres que son madres,
 y los hijos que se desperezan...

Andalucía es la bruja que transmuta sus hondos dolores en versos irisados que disfruta y que tensa, ella rasga la cuerda de las almas y baila de los lamentos más profundos sus promesas...

Andalucía es la niña chica 
que cada mañana nace,
 y que nace a cada momento,
llorando su cíclico nacimiento
con lágrimas ya usadas,
 sobre su cuna vieja.

Feria de alba blanca 
eres mi niña, 
y fiesta de flores eres,
 mi cielo...
 a tumba abierta.

Por la baranda del cielo

Por la baranda del cielo

LA MUERTE HACE PRISIONEROS


Saleru


Recuerdo que la noche anterior mi madre me había llevado a verlo como siempre, o más bien, habíamos estado allí para ayudar a mi abuela. El abuelo estaba moribundo y desde mi pequeñez podía verlo. Aquella vez me llamó a su lado. El cuarto era pequeño y oscuro, no había más luz que la que entraba por la puerta entreabierta. Extendió su mano temblorosa y enorme hacia mí, y yo le ofrecí la mía. Olía raro. Aquellas manos suyas eran como mapas de un país fantástico y desconocido, enormes y abrazadoras y abrazando la mía me habló, forzando un tono natural y poco convincente hasta para mi corto entendimiento: “ya estás preparada para tocar donde quieras”. Y yo le creí porque su palabra era ley.

El abuelo había estado enseñándome a tocar la bandurria. Su figura, su persona y su presencia habían sido para mí el non plus, la perfección, el honor, la sabiduría del que contiene una enorme fuerza; el mimo, el cariño y la predilección. Según sabía, él, además de otro de los fugitivos perseguidos de la guerra que acabaron injustamente encerrados en campos de concentración,  había sido un virtuoso de la guitarra, la bandurria y el laúd, entre otras muchas cosas importantes...Y yo sólo era la insignificante, torpe y enfermiza nieta más pequeña; pero me adoraba entre todos los demás. El abuelo pasaba largos ratos confiando, sólo a mí, sus historias y sus tesoros escondidos… su arte, y al dejarme estar junto a él, me hacía sentir el privilegio de una atención que negaba a otros. 

Al día siguiente nos llegó a casa bien temprano la noticia de su muerte. Mi madre gimió por sólo un momento. Se lo había llevado furtiva la noche como a tantos otros moribundos, sin más esperanza que el descanso del dolor y el olvido. Papá la abrazó suave pero sostenido durante largo rato, así como abraza la cálida tarde a la mañana fría. 
La casa de la abuela, sola la noche pasada, estaba ahora llena de gente. Mi madre iba de un lado a otro ajetreada con los preparativos del entierro y un pañuelo que usaba a cada momento. Mi abuela, a su zaga... Parecía un día de fiesta sin sonrisas y sin lágrimas.
La cama que el abuelo ocupaba hacía sólo unas horas estaba desnuda, vacía y sola. Le busqué, quería verlo, pero su enorme y grave existencia de dos metros y tres centímetros, cabeza roja, manos grandes y ojos azules, ya no inundaría nunca más aquella misteriosa casa junto a la muralla árabe de la calle Postrera…

Postrera…Cuando recuerdo ese momento tras tantos años, ya inmersa en el desconcierto del conocimiento y la reflexiva madurez, me parece todo tan premonitorio…

Sólo era una niña y aquellos apenas ocho años no comprendían demasiado bien qué había sido de sus manos abrazadoras y su mirada fría y buena de dolorido gigante azul.
Las lágrimas no manaron y entonces supe que por muy larga y oscura que fuera mi vida, jamás llegarían a hacerlo. Necesitaba verlo de nuevo, pero en mi inocencia creí que la muerte no hacía prisioneros.

En la iglesia mi abuela María no estaba bien.

_ Llevaosla a casa_ dijo mi madre a mi hermana. Las dos buscamos cautelosa y dulcemente las manos de mi pobre abuela y la condujimos fuera del templo, como si de una vasija de cristal agrietado se tratase. La cigüeña nos miraba desde su nido no demasiado alto sin importarle nada más allá de sus idolatrados huevos. 
La abuela no dijo nada y se dejó hacer, estaba ausente.
Al llegar a la puerta de aquella casa llena de recuerdos aún calientes, mi hermana, que era tres años mayor y llevaba las riendas también en aquellos momentos, pidió a la abuela que sacara la llave, pero ella no la llevaba encima… y con un chirriante tono tranquilo y desenfadado, llamó con la mano abierta: _ ¡Luis, abre que ya acabó la misa…!
Mi hermana y yo nos miramos mientras nuestros cerebros paralelos, disparejos y distantes hacían conjeturas en silencio.

Su mente se había estancado, el sufrimiento y el pasado habían inundado su presente. Ahora puedo verlo, entonces apenas vi nada y sólo pude mirarla insistente sin comprender dónde se había quedado su ser… ¿Acaso ella, quien tanto lo había amado, había tomado la decisión de acompañarle en su último viaje dejando entre nosotros tan sólo la cáscara vacía de un cuerpo demente…? 

Me esforcé por hacerla regresar a la realidad, le expliqué lo que había pasado una y otra vez casi al ritmo machacón del reloj de pared que nos miraba como ahorcado quejumbroso. Sus manos eran finas y blancas, y su piel era suave a pesar de los muchos años; su presencia, silenciosa y dulce. Mi hermana esperaba que me cansara de insistir y nos observaba con los brazos cruzados y una pierna adelantada sobre la otra.

 Sabía que era inútil, pero siempre fue fría.

Ella, la abuela María, la hermosa y aristocrática señorita de buena familia, había abandonado su fortuna, su herencia, su familia; vendido sus joyas, soportado las vejaciones y sufrimientos propios de la esposa de un fugitivo perseguido con incansable saña y ahínco durante años por el ejército nacional, y al fin preso… Ella, que lo amaba por encima de sí misma y del resto de la creación, había hilado quién sabe qué oscura tela de araña para comprar la libertar de su esposo al cabo de tantos años de sufrimiento y cautiverio… Fue excepcionalmente liberado años después del final de la guerra, perdida ya la juventud y las fuerzas tras toda una vida robada a mano armada. Ella lo amó toda su vida con ese amor grande, sincero y como luego supe, nunca correspondido.

Tocar la bandurria me inspiraba… Sabía que él me abrazaba con sus enormes manos blancas cuando lo hacía, y que ese cielo del que hablaba el catecismo, tenía, como decía la canción que me cantaba mi madre cuando me ponía enferma, una baranda para que mi abuelo, asomado a ella, pudiera escucharme y juzgarme, igual que lo hiciera desde su cama, ahogado en los estertores de la cirrosis que al fin se lo había llevado.

Al tocar aquellas canciones que él me había enseñado, podía sentir su mirada sobre mis manos inexpertas, y podía notar sus leves ademanes de enojo al equivocarme. ¡Otra vez! 

Adopté sus gestos y los hice míos: su nombre, su pasado trasgresor y tortuoso… Adopté para siempre su muerte como pérdida de una parte de mi vida. Hice mío su dolor con el honor y la honra de su mirada altiva.

Y ese fue el día en que supe que la muerte es buena y justa cuando la muerte sabe acabar con el dolor. Aprendí que la buena muerte es parte de la vida buena; la que no la teme, la que perpetúa de amor el amor bueno o malo de los que, al otro lado quizá impacientes, quizá pacientes, asomados a la baranda de un cielo inventado, nos esperan. 
Cada vez que vuelve a mí su nombre y rememoro la estampa de la abuela María, que sufrió secuestrada en vida por un amor errado, reconozco al fin que la muerte sí sabe hacer prisioneros.


Mi candil

El prado de Proserpina




Ken Lee





¿Vivir acaso es no vivir? 

¿Acaso es un continuo fingir,
 una farsa que no tiene fin,
 un espejo roto y sin ti? 

¿Qué haces que no estás?

 ¿Qué, que lees esto
 sin codicia de sonrisas ni remordimiento, 
que quemas uno tras otro tus segundos
 en la ridícula llama de este candil?


No tengo muchos años (Antipoesía)

Por la baranda del cielo





No tengo muchos años y no sé del mundo
Hace frío... 
No encuentro a mi padre ni a mis hermanos ni a los que vinieron con nosotros.
Tengo miedo
Estas son otras caras...
Tengo hambre...
Lloro...

Satoki Nagata

Unos hombres que hablan raro me han dado una manta que está mojada
Ayer llegué sentado en el suelo de un autobús
Ayer aun estábamos todos menos mi madre
La perdimos al salir de Damasco. Había tanta guerra...
No los encuentro
Lloro. 
Estoy solo
Tengo miedo
Hay mucha gente que habla y grita y llora...
Hay hombres que llevan armas y empujan
La gente se ayuda y se golpea y se ayuda y se golpea...
Los viejos ya no andan...lloran
Hace mucho frío
Tengo hambre
No tengo muchos años
No me gusta el mundo
Las lágrimas me dan de beber al caer la noche
El barro está frío 








La dehesa

Esse Imaginaria



Córdoba es una mujer de ojos negros
perdida en el tiempo de la historia,
arreando un caballo enjaezado y viejo
al piaffe, al trote, bajo la luna
 y sobre la noche encorvado...

Amy Judd

Córdoba es una mujer
 con la piel color de trigo,
que tiene los ojos negros
y que que intrincadas letanías reza,
 sumergida en la burbuja de los siglos.

 Entreteje primorosa mil jaeces de cuero, 
parsimoniosa las crines de su jaca blanca trenza
 y sin esfuerzo burla una y otra vez
tras los olivos del sembrado
 al negro toro.

Y el toro, 
coronado de lunas menguantes, 
cada noche brama clamoroso a los cielos durmientes,
 buscando a su amada, ebrio de pasión y ebrio
 de amor sincero...

Un día ya noche, 
hace mucho mucho tiempo, 
un joven caminaba la dehesa
 sin espada al cinto y sin miedo. 

Sintióse perdido, 
más no le importase tal suceso, 
porque su bien amada de ojos grandes
 habíale burlado el corazón, 
como al agua clara de la fuente vieja
 acostumbra a burlar el fuego.

Bramó cual salvaje brama su rabia a la luna,
 alzando el brazo amenazante
 como si con él agarrase algún 
inconsistente arma de acero,
 atacando fiero su blancura,
 la cual a su vez con su calma clara
 rasgaba su negra pena 
y violaba su justo llanto.

Rendido pues por su impotencia 
ante tan alto y bello adversario, 
calló el joven al suelo cubierto en lágrimas
 de amor errado...

 Lo vio entonces la luna, 
tan pequeño y hermoso rastrojo encarnado,
 tan derrotado.

 Lo contempló serena como contempla
 en el techo del mundo al orbe la luna llena 
y preguntóse qué mujer de piedra pudo haberlo
 despreciado. 

Acercándose cautelosa a contemplarlo,
 pudo notar que a cada momento
 sus ojos lo vieran más gallardo...

-Joven hidalgo-, susurró la luna-, detén tu llanto, 
que ver tu rostro hermoso no me dejan las intrusas
 lágrimas que de tus ojos bellos están manando-.

Sorprendido y extrañado
 el joven incrédulo y medio asustado,
 levantó entonces la mirada al cielo raso,
 y allí colgaba tal faz hermosa como el nácar blanco.

-¡La luna!
¡Era pues la luna bella la dulce dama
 que le estaba hablando...!!- 

Limpió presto sus lágrimas
 retregándose la cara con los antebrazos;
 y allí estaban los amantes, hermosos, inocentes, 
mirándose tal que un reflejo del uno en el otro,
 deslumbrados... 
Luna hermosa 
y joven despechado. 

Se miraron, se vieron, se sintieron y se amaron... La luna, nunca antes atreverse quiso a poner su blanco pie en la tierra dura del hombre bravo, más posó sus pies sobre las manos temblorosas y prestas de su joven enamorado, que al punto la viera tan de cerca, al punto olvidase su cruel pasado, y supo en ese justo instante que la luna era en realidad una mujer de ojos negros que en el inmenso firmamento habíase de una pena de amor refugiado. 
Sentados bajo un olivo los amantes se observaron, pasearon entre el ganado bravo, entre las encinas, y sus vidas y amores desdichados se confiaron. Se quisieron dulcemente al cobijo de las sombras prometiendo firmemente ser fieles amantes por los siglos del futuro aun no inventado. 
Cada noche el muchacho, cada noche mirando al cielo tras las nubes rebuscaba la silueta impaciente de su amor, a veces blanco a veces dorado. Y cada noche se veían entre los olivos, luna bella y  fiel hidalgo.

La noche fría

La pasarela del cielo

La casa estaba sola y el rítmico lamento del suelo de madera podrida se escuchaba cada vez más cercano, casi a mi lado,  entreverándose insistente con el bramar del viento. Me tapé los oídos y me acurruqué en lo hondo de aquellas sábanas que olían a polvo y años. De repente, un silencio atronador ahogó por completo el silbar del viento y el crujir de tablas en un pozo de negro miedo que hizo silbar mis oídos. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y multitud de imágenes truculentas se barajaron sin orden en mi cerebro enfebrecido, diluyéndose al fin en la irrevocable certeza de que no estaba solo. 



En efecto, de nuevo el gemir de aquellas maderas, cada vez más nítido y cercano se revelaba cíclico y pausado tal que el caminar sereno de algún extraño de fatales intenciones acercándose a la puerta; la misma pesada puerta que estúpidamente había dejado abierta al acostarme. 
Retiré bruscamente las sábanas de mi cabeza escrutando excitado la semioscuridad de aquella pomposa estancia victoriana...
 ¡Nunca pensé verme en estas! Quien se aproximaba a la puerta bien podría ser cualquiera de los que me propusieron este absurdo juego justo la tarde anterior en la taberna del pueblo; deseaba con todas mis fuerzas que fuese uno de ellos que viniese pretendiendo hacerme perder la apuesta al descubrirme asustado y de paso,  reírse un poco de mi. No tendría nada de extraño tras aquella  estúpida noche de alcohol y ridículas apuestas. Sí, deseaba que aquellos pasos que habían sembrado en mi este irracional miedo perteneciesen al fin a uno de ellos, o a los dos compinchados,  que se acercasen aguantando a duras penas sus risas burlonas. 

Sí, porque sólo soy ese extranjero que había cometido el error de pavonearse de despreciar sus costumbres de pueblerinos.
Hacía sólo unas cuantas horas que me encontraba de paso hacia la ciudad de Colonia donde me esperaba un nuevo jefe de ventas. Pensé hacer el viaje de una sola vez, pero me encontré un atasco por culpa de la nevada de la noche anterior a la altura de Dortmund y, desesperado por la lentitud de la caravana no tuve más remedio que parar justo antes de la anochecida a la altura de Winterberg, un pintoresco pueblecito de montaña que aparecía a mitad de camino de mi destino, enterrado en nieve casi hasta los dinteles de las ventanas. Eran más de las cuatro y el hambre y el cansancio apretaban como lobos aulladores desde mis tripas, así que dejé mi coche a las puertas de una pequeña taberna que olía a calor humano y comida caliente. Allí me dejé caer de mala manera en una de las sillas cansado de hacer kilómetros, y pedí la carta.
Los precios estaban bien, la comida, prometía... Encendí un cigarrillo mientras esperaba mirando por la ventana más cercana. Caía la noche y me vinieron a la mente las palabras de ira que Juliane me dedicara hace dos días, cuando descubrió que de nuevo me había gastado casi todo mi sueldo en las apuestas... Un trago de saliva amarga me hizo encoger los hombros, pensé que había perdido para siempre su respeto ya que hacía tiempo que mi mala cabeza había matado su amor. Sus palabras retumbaban insistentes entre mis sienes y la espera de mi plato se estaba haciendo demasiado desagradable. 
En la mesa contigua había dos hombres algo rudos que tenían aspecto de asalariados del campo o quizá de la pequeña estación de esquí que había visto a la entrada del pueblo. Mientras les observaba intentando establecer su estatus, ellos se me quedaron mirando fijo y sin disimulo, así como se mira en los pueblos pequeños a los extranjeros. No se me ocurrió otra cosa que convidarlos a una cerveza mientras me traían las dos chuletas de venado con patatas que me había pedido ya hacía un rato. No sé porqué se me ocurrió hacer semejante estupidez, puede que pensara que resultaría entretenido pasar el resto del día en compañía de gente sencilla y agradable, o simplemente, no lo pensé.
 Les expliqué que estaba de paso y buscaba un hostal limpio y barato donde pasar la noche, ellos me hablaron de varios hostales que había próximos a la taberna que no tenían nada de baratos, ya que estábamos en plena temporada de esquí. También me contaron que trabajaban para una pequeña fábrica de electrónica entre Winterberg y Chuchil, y no en la estación de esquí como yo había pensado en un principio, puesto que ya llevaba años a media marcha por la bajada del turismo. 
La cerveza corrió más de la cuenta, el ambiente era distendido y agradable, la charla de los dos hombres era amena y sin saber de qué manera, esta desembocó en la leyenda local del "Caserón azul" y sus emparedados vivos... 
Cuanto más relataban Jungen y Karl sus historias de tremendos crímenes y de gente emparedada en lugares de cuento chino, más corría el alcohol, mis comentarios burlones y las risas de todos. Al fin,  Karl, el que parecía algo más serio, comentó que si de verdad no me creía nada podía ahorrarme el pico del hostal y pasar la noche gratis colándome en el Caserón azul...Yo, claro está, como no tenía ganas de gastar ni de parecer un cobarde de ciudad, acepté desafiante y divertido por la situación, aunque en el fondo no me hacía ninguna ilusión pasar la noche en una construcción vacía y abandonada...
Salimos ya cerrada la noche, tambaleándonos y al volver la esquina, Jungen señaló la cercana colina diciendo con voz tomada por el alcohol y la risa:
 _Mira Adler, vamos en mi coche que esta noche duermes acompañado. Ese de ahí arriba es el Caserón azul, el de los emparedados-, y acto seguido soltó una risotada que Karl y yo secundamos, he de confesar que ellos bastante más divertidos que yo...
Todos reímos abiertamente y subimos a la destartalada furgoneta de Jungen.  En algo más de diez minutos paró el vehículo frente a una altísima verja de hierro que estaba entreabierta y a través de la que se imaginaba un camino colmado de nieve. A unos cincuenta o cien metros estaba el  enorme y antiquísimo caserón recortando sus tejados cargados de nieve sobre el cielo púrpura de la próxima tormenta. Conforme me acercaba reconocía sus cornisas que se veían vencidas por el peso de los años, así como un visible derrumbe en el ala izquierda. 
-Mira, Adler, -dijo Jungen inclinándose para poder hablar entre risas y burlas-  tú entras, siempre está abierto porque no hay miedo de que nadie se acerque por ahí para ser emparedado con los demás muertos-  Todos reíamos...
-Bueno, es que hace frío, vamos a dejar esto y mejor me lleváis a un hostal que sea baratito y tenga calefacción- acerté a decir...
-¡De eso nada, ahora no te rajes, cobarde!- chillaba Jungen mientras me empujaba por la puerta de la casa-  Venga, que ahí está todo como lo dejó la familia, hay de todo: ropa en las camas, en los armarios y hasta comida podrida en las alacenas- rió de nuevo levantando los brazos y la voz entre carcajadas 
-Mañana vendremos al amanecer antes de entrar a la fábrica y si has cumplido, ya te has ahorrado el hostal y te ganas un buen desayuno con todos los extras...
-El vino y las insistencias de los dos pueblerinos con ganas de quedar por encima de uno de la ciudad con sus patrañas de viejas me acabaron de convencer.
-Venga, aquí estaré mañana al amanecer y espero ver cómo os tragáis los dos vuestras historias de fantasmas y asesinos emparedadores- dije riendo entre dientes y colándome entre las dos enormes puertas cargadas de cadenas desatadas e inservibles. 

El sudor frío recorría todo mi cuerpo, me había dejado llevar por un terror absurdo y los ruidos que recorrían la casa eran cada vez más fuertes y cercanos distinguiéndose entre el viento y los crujidos de tablas un débil pero claro gemir que a la fuerza intenté que me pareciera humano, aunque en el fondo recordaba al de cientos de almas en pena gritando de dolor y espanto desde los mismos avernos. Sentía un fuerte dolor en el pecho y cada vez me costaba más respirar. Me di cuenta de que debía salir de aquella situación absurda y me convencí de que todo aquello no era más que fruto del alcohol, la resaca y puede que del mismo remordimiento. Decidí salir corriendo de aquella cama de pesadilla pero al abrir los ojos que mantenía instintivamente cerrados, no vi nada. Tampoco conseguí incorporarme a causa de algo duro que delante mismo de mi cara, me lo impedía. Lo palpé en todas direcciones con las manos al tiempo que abría los ojos más y más por ver lo que pasaba. Su tacto era frío como el de una piedra y el dolor de mi pecho aumentaba proporcionalmente a mi miedo, haciendo de mis pulmones pequeñas balsas de aire viciado; sudaba y hacía mucho frío. Traté, tembloroso y sin cesar, de encontrar un hueco para poder salir de aquel horrible lecho; lo intentaba, pero no lo encontraba...¡ No existía!! Los llantos sobrenaturales, el rumor y el viento se escuchaban cada vez más cerca; casi soplaban su inmenso dolor en mis oídos, y mis propias quejas y mis propios llantos se mezclaron con los de ellos, por los siglos de los siglos.


Caleidoscopio

La pasarela del cielo



Otra mañana se acerca 
tan hermosa como todas, 
tan irrepetible...

Y llama la mañana al cristal de mi ventana
con la aldaba de sus trinos, se me acerca
 única y diluida en su caleidoscópico cifrado de emociones... 

Y desde lo infinito nos mira el cielo, 
tan alto y tan lejano como una  fuente de luz,
inmenso...

 Aquí a mi lado amaneces tú,
 accesible y cercano, 
tan sereno por fuera y por dentro, 
tan oscuro y profundo como el pozo
 que se abre en la honda base del mundo
y que quizá guarde fiel su secreto...


Bouguereau


El tiempo no parece transcurrir, y nos ve pasar impertérrito, impenitente e impúdico por sus pagos, hasta el agotamiento más cruel. 

Sé que a la hora de la extinción nos mirará acabarnos con los ojos secos... 

Y alumbrarán nuestras agónicas metas la bóveda de sus atardeceres, y puede que otra magnitud aún mayor que él mismo, le vea pasar por los pasillos fríos y vacíos, atemporales y tétricos del universo.

Quizá o quizá no, sólo estemos nosotros dos en este universo plagado de una multitud de seres irrelevantes en nuestro argumento rosado al anochecer, y violeta al besar el sol las alturas del cielo.

Opio

La pasarela del cielo





No me queda más que el recuerdo de aquel sueño
revoloteando sobre las lomas lejanas;
 el que bajo mi almohada susurraba trovas altas
  como mester de ilusionista ciego
 el que se llevara el viento
 a las montañas magas...



Jaroslaw Datta 



No me queda, 
y trenzo y destrenzo incansable mis trenzas, 
pienso y despienso tus quejas.

No me queda, 
y en el silencio de los menesteres,
 monótonos dictadores y salvajes, 
imagino perfectos pentagramas ocupados
 por blancas hadas que sentadas canturrean 
sobre los tendederos de tus manos. 

Pasado el tiempo, 
la soledad me visita para hilar 
sus sonetos cojos sobre mis oídos salvajes, 
y las nubes que sobre la luna se pasean,
 me recuerdan que ya no tienen nada más
 que recordarme.

Nada me queda, 
más que el recuerdo de tu olvido
 suspendido sobre el aliento amargo y tupido
de un suspiro o de una queja.

Aun así sé que tu recuerdo me abraza
 al amanecer y al caer la noche sobre las tejas,
sé que mi memoria es terca y que no me deja
si ni el olvido ni el opio la amenaza.

El derroche

El prado de Proserpina



Día a día, 
noche a noche..
Se pasa la vida, 
y sella el broche.

Planes hice, 
ilusiones forjé,
amores maldije
y vivir olvidé.


Día a día, noche a noche,
 derrochando caricias, 
urdiendo malicias,
 sobrevolando amores.

Y al cabo del viaje, 
y al otro lado del puente 
ya sin retroceso ni condiciones, 
mirar atrás ya no sirve
 más que para el objeto 
del propio reproche.

Y el espejo devuelve la imagen 
nítida y clara de las ilusiones, 
y se guarda el muy brujo
  segundos pasados
 de los que ya 
no dispones.

Alforjas vacías mañana, 
y hoy, mil ilusiones.
Mañana, polvo en la orilla
que ahora son dones.


Late hoy, 
pequeño soñador,
y palpita hoy
 que aún eres hombre.


Poema publicado en  la V Antología de Poesía libre Mablaz

Corcel sin ensillar

El prado de Proserpina




Quise saber qué hay a la vuelta,
 o si a la vuelta algo hay,
 después de todo este maremágnum
 de sucesos y sensaciones... 
Pero el eco de mi conciencia 
no pronuncia respuesta,
 porque a la vuelta, a la vuelta
quizá sólo está la ausencia de tu esencia, 
y la presencia escasa y frágil 
de tu recuerdo a mi lado 
y frente al mundo de mi espera. 





Sola frente a todo y frente a todos, 
frente a la luna color de ámbar
 y al sol que lo invade todo;
frente a cada una de las estrellas, sola...
 y ante el miedo a lo sucedido 
y a lo que suceder pudiera..

 Y sola siempre frente a este extraño presente
que la miel me da en la boca,
y de la boca misma me la roba aviesa... 

¿Cómo sospechar este existir hace un segundo sólo?

¿Cómo recuperarlo tras su transcurrir furtivo,
cabalgando en el salvaje corcel sin ensillar 
de mi existencia?

Artefacto que manosea el tiempo me resulta tu recuerdo que va y que viene, o útil para controlar las horas pasadas y para juguetear con ellas, mientras con mi vida, enredadoras, ellas juegan...

A quien me lea

El prado de Proserpina



Cada amanecer se prende, 
como se prende una estrella, 
en el el firmamento del que
goza el aroma de un verso
torcido, como torcida
 se mece cada noche
 en el cielo la luna bella.


A cada cual que pone el alma,
 a quien se regala a sí mismo
 como el lucero maldito
 regala su estela...

 A ese, que callado algún día me lea... 
a tal valeroso corcel yo hoy le canto
 una canción que no tiene rima
 y que no tiene letra.

Y es que por quien en estas letras se pierda,
 dedico una mirada al cielo,
 cuando el cielo, brujo y cómplice,
 torne su color para recibir a la noche,
 de aroma a blanco jazmín
 y fresca menta.

El quinto punto cardinal

El prado de Proserpina


He construido una cajita de cielo, 
un trocito de infierno,
 una porción de libertad acotada
 y un deseo secreto.

gottfried helnwein

 He dibujado un universo finito que es mío y donde nadie más puede entrar. Es un prado de luces y de colores, de aromas y sabor a chocolate y aceituna, por donde al caer la noche se pasea la luna, diciendo adiós al día con su pañuelo blanco... reflejando su figura sinuosa y lenta sobre las lomas de mi  sueño, cabalgando sus nubes y bordeando de encajes nácar y azúcar todo este cuento.

Y hay un horizonte, 
decidí que debía haberlo, 
es violeta y amarillo al caer la noche, 
y rosa y naranja es al despuntar
 el sol en lo alto del cielo.

Nadie puede entrar en mi prado,
 pero dentro hay luces y hay sombras, 
que dan forma a todas las cosas 
e intensidad otorgan a los sentimientos.

  Nadie puede entrar,
 pero ya están dentro el bien y el mal
que pacen en mi prado verde
 desde el principio de los tiempos;
 ambos se aman bien y mal,
 ambos luchan y retozan, 
colorean las nubes y dan de comer 
a las espinas de las rosas
y a los pétalos azules de los crisantemos. 

También hay tapices de hierba fresca
 sobre las dunas doradas que el mar amamanta,
 hay pinos e hinojos, amapolas
 y cuarzos diseminados en el desconcierto
 que yo dispongo y prefiero.

He construido una cajita de recuerdos y de sueños, 
de esperanzas y de miedos,
 que aún no he colmado... 
nunca llegaré a hacerlo. 

Y llegará ese día en que no la abra más, 
llegará el día del deseado misterio, 
el que revele qué hay al otro lado de mi prado;
qué, tras el quinto punto cardinal 
de mi privado universo.


 2º poema publicado en V Antología de poesía libre Mablaz

Valles de cristal

El prado de Proserpina


Y desde lo profundo
ya se escucha el canto
del jilguero blanco
y del gorrión mudo.


Y se puede soñar
suave y en un solo intento
con las alas del viento
cuando modelan el mar.


Hotzel Allan 


Y desde aquí yo quiero
  despertar soñando,
vivir en las paredes pintando
estelas color de cielo,
estelas color paz.

Ellas mismas alcanzar podrán
tus ojos lejanos
si sobre el sol mismo se hallen,
o se hallen en lo profundo
de los valles de cristal.


La ventana

El prado de Proserpina


Llama a mi ventana 
la luz que se traga el miedo.
 Llama el sol aun fresco,
 llama la paloma blanca...


Gottfried Helnwein

Los gorriones hacen círculos concéntricos, dibujando el mapa oculto en el laberinto de mi pecho, y las golondrinas los siguen muy de cerca para cruzarse y cruzarse en una danza de dicha desconocida y llamada incierta...

Es el alba que la noche cesa. Es el sueño vivo que aguarda impaciente tras la ruda puerta, es el miedo sepultado bajo el azul del cielo intenso y el canto es, del viento sobre las flores frescas...
Y les sigo con paso primero incierto y que luego busca su regazo en ligera carrera...

Y es que la vida llama y la muerte cesa;
 y llegar, llegará el segundo que trasmute el perpetuo ciclo, mas primero se han de despegar alto las alas que dobladas tras de mi espalda...
a ti te esperan.


La florecilla

El prado de Proserpina



Tengo una verdad escondida
que aún no es real ni es fingida. 
Tengo un secreto en busca de aire
y un suspiro tengo que no quiere nadie.


Joint Photographic Expert Groups

Si tú supieras, 
naciente florecilla,
que nadie te mira...

Si tú supieras, llanto que
 enamorando das la vida,
que nadie por ti suspira
ni a tus breves plantas da 
de beber...

Si tú supieras mi secreto,
dulce cielo, dulce doncel,
verías cierto el misterio
del tornar púrpura del firmamento
al anochecer.


Poema publicado en la V Antología Poesía libre de Libros Mablaz

Afluentes

El prado de Proserpina



Cada vez que se ahoga un segundo
 en el mismo aroma de su ausencia,
 nace, como nace cada mañana el mundo,
venga o no venga pegadito a tu presencia...

Agniezska Lorek


Y cada vez que te vas... ya has vuelto, 
porque nunca de mi mente tu mente se despega,
enredados como estamos tal que dos ríos
 convergiendo en uno sólo sus esencias...

Cada día que pasa es un día más que nuestra piel endurece, reverdeciendo en inocente galope nuestras almas, saltarinas presas... 

Y el tiempo se contempla a sí mismo en este nuestro hueco, aunque el mundo pase raudo y nos rebasen tangentes los salvajes desastres y dulcemente nos alumbren  las albas tiernas. 

Y ahí está, conmovido el pétreo latir de los segundos, que en lo más tierno se detuvo como lienzo vivo, y quieto queda por siempre hasta que el reloj del viento me lleve o de muerte blanda a ti te hiera...

Entonces, y sólo entonces el precipitar suicida de la lluvia se asemejaría a la arena de un reloj pendenciero, que sin motivo se traga al justo y al injusto, al dichoso y al miserable, junto con el señor del cortijo y su labriego mientras le sirviera.
Sólo entonces tú y yo destilaremos nuestras fraguadas aguas, para unirlas a los torrentes del cielo, del olvido y de la apaciguada indiferencia.

Córdoba

El prado de Proserpina



Córdoba se despierta.
 Mayo amanece sobre el violeta y el amarillo
 de la campiña ondulada,
y los azahares que desde allí se desprenden 
yo los llevo como estoques,
 clavaditos al alma.


Me deslumbras, Córdoba
 inclino la vista
 y con las manos me protejo los ojos,
 celosías enrejadas que no tamizan
 tanta blancura pura y mansa...

Córdoba me hiere el alma
que sangra y sangra 
la sangre del feto
que nace fuerte respirando albas

Aires densos de flores, 
olivos borrachos de flamas,
lunas amantes de ríos
y toros enamorados que
quisieran besarlas.

Córdoba que son ciento,
 Córdoba que son nada, 
tierra de ensueños imposibles,
sueño posible que sabe a jara.

Y cruz eres de pétalos escogidos
Cruz de piedras grises y lloradas,
de medias lunas y de leyendas escondidas
tras cóncavas esquinas columnadas.

Córdoba, tú que inauguras todas mis primaveras,
toma mis manos abiertas 
y descifra el batir de mis sorprendidas pestañas!!!
 Tú, madre mía, que por la pasarela del cielo 
te paseas sola y lejana...

Córdoba, 
con el alminar de la alta torre, 
caza este beso al aire...
Tú que inauguras mis días y mis noches, 
y mis sueños cuajados de todos los misterios 
que pudiera haber escondidos tras tus ojos negros,
 tu corcel de fuego y tu negra capa.